Opiniones de mierda, terrenos pantanosos

By miércoles, noviembre 8, 2017 2 , , , , Permalink

1 de Octubre, 2017. Venía en el tren de las 07:30 desde San Sebastián a Barcelona, cultivando los primeros brotes de un catarro y un estómago algo castigado por los excesos gastronómicos a los que un esclavo del paladar se entrega cuando pisa Euskadi. A mitad de trayecto abrí el Facebook, y empezó el carnaval. Videos grabados esa misma mañana desde distintos puntos de Cataluña mostrando la cara fea del 1-0. Si vieras estas imágenes en las calles de Teheran o Caracas, pasarías el dedito por la pantalla de tu dispositivo y te plantarías en una historia sobre algún cambio de look de una novia de futbolista o una lista de los mejores vinos por menos de cinco euros. Pero ese día, mi vía de alimento de contenido online -con lo fácil que es decir feed-, como la de tantas otras personas en mi cápsula de eco, rebosaba imágenes desagradables en las que gente a la que te podrías encontrar a diario, vendiendo pescado o felicitándote un cumpleaños, estaban encontrándose con algo inesperado de un país democrático de la Unión Europea, en una ciudad de la que sienten envidia los neoyorquinos, un mes después de un ataque terrorista que había inspirado a chavales del otro extremo del país a usar el hashtag #totsombarcelona. Como tantas miles de personas en todo el mundo, sentí un abanico de emociones que pedían a gritos expresarse en una plataforma donde me pudiesen oír. Suerte que mi novia interceptó mi tecleo efusivo y me prohibió meterme en jardines, salvándome de una hoguera que arrasaba sin prejuicios.

A mí me valoran para hablar del pop, los baos al vapor y todo lo que se menee entre medias

Un artista puede permitirse perder fans, pero los que trabajamos de cara al público corremos el riesgo de perder clientes por opiniones sin maduración que no están relacionadas en absoluto con la calidad de nuestro trabajo ni generan un beneficio real. En mi caso, trabajo, entre otras cosas, como portavoz profesional. Interpreto guiones escritos por departamentos de marketing, los adapto a mi tono y los comunico a quien mis clientes me dirigen. Otros compañeros de oficio tienen programas de radio, columnas en periódicos o marcos donde se han ganado el derecho a expresar nuestros pensamientos colectivos dentro de un contexto consensuado por el medio que les respalda y los seguidores que les sintonizan a base de sus reputaciones. Yo, que no he estudiado ciencias políticas y salto directamente de la primera página a las secciones culturales de cualquier periódico, jamas he cobrado ni un solo duro por mis opiniones socio-políticas. A mí me valoran para hablar del pop, los baos al vapor y todo lo que se menee entre medias.

En algunos casos relacionados con célebres músicos, hemos sentido perplejidad absoluta cuando abren la boca para expresar algo que desentona con el universo de fantasía y color al que nos han dejado entrar, y nos pueden llover cubos de agua gélida sin haber aceptado el reto. Hasta los fans de Morrissey, acostumbrados a su afilada lengua y pluma, hemos sentido consternación al leer las opiniones del autor de todas las letras de ‘The Queen Is Dead’ a favor del Brexit, otra perla más en su collar de nostalgia amarga, fácil de confundir con los sentimientos nacionalistas que sienten los militantes del BNP. O el apoyo de una leyenda del underground como Moe Tucker hacia el Partido del Té, que tendrá sus cosas buenas y malas, pero que no deseas asociar con los baquetazos de ‘I’m Waiting For The Man’.

En un mundo cada vez más conectado, cabe valorar las virtudes de la autocensura

Al otro lado del espectro tenemos a la reina del universo del entretenimiento musical, que me gusta pensar que respeta tanto a sus fans y lo que su música supone para ellos que jamas lo estropearía con sus opiniones personales. En una rueda de prensa celebrada el 10 de Noviembre de 2004 por las integrantes de Destiny’s Child en el Hotel Palace de Madrid, patrocinada por una hamburguesería y que coincidía con la invasión estadounidense de Afganistán, al ser preguntadas por sus opiniones respecto a las decisiones militares de su gobierno, su majestad Queen B, con esa sonrisa que podría aplacar un ejercito de las tinieblas y devolverte la fé en algo que jamás creíste, contestó firmemente que ellas se dedicaban a entretener y no opinar sobre política, aprovechando el momento para reivindicar su razón social, sumando a Kelly y Michelle en una perfecta y armónica entonación del eslogan de sus patrocinadores. Y así, con un “Para pa pa paaa!”, se ganaron unos efusivos aplausos de toda la sala y pasaron a una siguiente pregunta sobre cambios de vestuario o preferencias de calzado. Y todavía hay una escasa minoría que cuestiona por qué todo el mundo ama a Beyoncé. En un mundo cada vez más conectado, cabe valorar las virtudes de la autocensura.

Pero una cosa es la liga de famosos con influencia global, y otra la de los ciudadanos de a pie con seguidores desconocidos en nuestras redes. El otro día, el relato de una amiga que me confesó haber perdido uno de sus contratos por formar parte de una micro-campaña en Instagram que pretendía despertar la conciencia de los consumidores, criticando las prácticas de un gigante textil, cliente de la productora que le contrataba de estilista, me hizo recordar con escalofríos la vez en mi primer año presentando un directo en MTV, cuando osé soltar un chascarrillo sobre trabajadores infantiles mientras anunciábamos un concurso relacionado con otro gigante deportivo que patrocinaba nuestro espacio. En aquella ocasión, a diferencia de mi amiga, tuve la suerte de no perder mi empleo. Desafortunadamente esa suerte no me acompañó la siguiente vez que pensé que mi desparpajo insolente, políticamente incorrecto y guasón enriquecerían mis intervenciones delante de una cámara. Cuatrosfera, el programa de culto del que formé parte durante sus dos temporadas en antena, estaba a punto de terminar para siempre, y los directivos ya estaban mirando donde reubicarme dentro de su parrilla televisiva. A modo de prueba para ver si encajaba dentro del formato, me encargaron presentar un reportaje sobre los castings del Factor X, cuyo jurado estaba compuesto por Eva Perales, Jorge Flo y Miqui Puig, con el que compartía afinidad musical. Grabando la despedida de este encuentro con los jueces, metido en mi papel de promotor de cultura alternativa en un medio mainstream, enfurecí al productor ejecutivo al cerrar el reportaje diciendo en voz alta delante de todo el equipo, guiñándole el ojo a Miqui:“Mucha suerte con este nuevo programa. Pero, por favor, no nos metáis a más Bustamantes o movidas de esas, que bastante tuvimos con OT!” Con esa inocente apelación, que consideré típica de mi personaje dicharachero dentro del canal, dinamité mi prometedora carrera en Sogecable, y me atrevo a decir en el Grupo Prisa. Miqui, Eva y Jorge se rieron de este modernete que iba de guay por la vida, mientras el que cortaba el bacalao echaba espuma por la boca. Al parecer, uno de los planes inminentes de ese programa era ganar mucho dinero fabricando Bustamantes, Bisbales y todo eso que tanto triunfaba en las estanterías de las grandes superficies. Las veces que he estado rascando una bandeja de horno con el Nánax sobre un fregadero a las altas horas de la madrugada, deseando estar en el Apolo viendo un concierto, me he acordado de mis opiniones de mierda. Estoy seguro de que los colegas con los que me tomo birras en esos conciertos me chocarían esas cinco con la que lié, pero ninguno de ellos paga mi alquiler ni mi cuota de autónomo.

* Quisiera aclarar que le tengo mucho respeto y algo de cariño a David Bustamante. Mi desdén en aquel torpe momento era hacia el pachangueo típico de estos formatos televisivos, no a él como persona.

Y aun habiendo sufrido estas severas lecciones de vida laboral, sigo resbalando sobre la misma piel de plátano en este nuevo medio que son las redes sociales. Hace un año, deambulando por el aeropuerto de Doha, alelado por el jet lag y motivado por mi wannabismo de cómico frustrado, pensé en desarrollar un monólogo comparando los niqabs de las mujeres musulmanas con la Liga de las Sombras de El Caballero Oscuro, añadiendo unas reflexiones en clave humorística sobre la intimidad y la autoestima de estas mujeres obligadas a taparse. Si llego a testear este “material” en un pequeño pub Irlandés un martes por la noche, quizás me hubiera sorprendido un débil aplauso o silencio absoluto. Pero cometí el error de subirlo a Facebook antes de embarcar el avión de regreso a Barcelona. Al aterrizar en El Prat, desconecté el modo avión y le di a notificaciones para ver si había triunfado mi diatriba. Antes de que me diera tiempo a entrar a mi perfil, leí una alarmante cantidad de gente en mi timeline rezando por Bélgica, que acababa de sufrir los ataques del 22 de Marzo 2016, reivindicados por el Estado Islámico. Momento inoportuno donde los haya de hacer cualquier tipo de chiste, y menos relacionado con el Islám. Me apresuré en ir a borrar mi post, que llevaba más de 8 horas colgado y únicamente había recibido tres comentarios de amigos cercanos que coincidieron en que se me había ido la olla malamente. Y ningún like. No es que la gente no tenga sentido del humor, es que la comedia solo funciona dentro un contexto, las redes son demasiado abiertas a malinterpretaciónes y la broma te puede salir carísima. Pregúntenselo a Cesar Strawberry. Afortunadamente mi humor incomprendido no me costó un empleo ni puso un precio sobre mi cabeza. Solo perdí unos cuantos puntos entre muchas de mis amigas, como en un capítulo de Black Mirror.

¿Quién puede culparnos por caer ante la tentación de soltar la chapa a diario o comportarnos en las redes como en el Bar Palentino?

¿Quién puede culparnos por caer ante la tentación de soltar la chapa a diario o comportarnos en las redes como en el Bar Palentino? Hay personas que, acumulando tres likes por un post, en la vida han recibido tanta atención. Otra amiga me comparaba la función catártica de las redes con lo que hacía una tía suya en Irlanda cuando se enojaba con una vecina por el tipo de cosas por las que se enfadan vecinas que llevan compartiendo calle muchos años. Para no hacerse mala sangre, escribía en un papel todo lo que le gustaría decirle a la cara, y lo guardaba en un cajón. Con ese pragmático ejercicio, lograba sacarse la espinita y continuar con su vida en paz, sin movidas. Cualquier alumno de psicología nos podrá argumentar que cuando sacamos los sentimientos hacia afuera, sentimos alivio, aunque sea en un papel, una nota en el móvil que nadie vaya a leer o en nuestros muros. El gran triunfo de las redes sociales ha sido conceder a muchas personas anónimas una visibilidad y hacernos creer que nuestras voces valen para algo mientras nos bombardean con publicidad, cuando ni nuestra familia, ni amigos, ni veinte grupos distintos de WhatsApp tendrían el menor interés de leer o escuchar nuestras opiniones sobre cual sea el tema caliente del día. Me juego una cena en el Botafumeiro a que en casa de Noam Chomsky o Naomi Klein no les dejan hablar de las materias que controlan tan bien, y por las que cobran un pastizal por comunicar en congresos, porque hasta ellos serían capaces de provocar sopor alrededor de un comedor si se ponen monotemáticos. ¿Cuántas veces nos hemos quejado de que un post sobre un tema indignante no logra coleccionar la misma cantidad de likes que un post de Buzzfeed sobre los peinados mas desastrosos de la última gala de premios? ¿De verdad nos importa menos las injusticias a las que se enfrentan los indígenas de la selva Amazónica que lo mal que llevan tantos actores los bajos de sus pantalones?

Estamos llegando a un punto de ebullición en la que las opiniones hacen tanto daño como una bofetada

Hay esperanza. Cuando logramos formar una mayoría para apoyar una lucha por la igualdad y desterrar malas costumbres a base de contar malas experiencias sin estorbar con opiniones, se oye un suspiro colectivo, volviendo a constatar que un tipo de justicia social, similar a la abolición de esclavitud o el derecho a voto de un genero, se puede vislumbrar. Lo estamos comprobando con el caso de Harvey Weinstein. Hay muchas voces cínicas que creen que esto se pasara como cualquier otra polémica del mundo del entretenimiento, pero estoy seguro de que mas de uno esta replanteándose su conducta hacia sus compañeras desde que muchos han contribuido a que más víctimas tengan la valentía de contar sus malas experiencias en público.

Son días prematuros para estas herramientas de comunicación, y debemos ser pacientes el uno con el otro hasta que aprendamos a establecer nuestra conducta social en el mundo virtual. Estamos llegando a un punto de ebullición en la que las opiniones hacen tanto daño como una bofetada. Quizás sea hora de replantear nuestra capacidad para expresar nuestros sentimientos, especialmente cuando jugamos con el destino de un país entero. Quizás nada hubiera frenado los resultados del Brexit, la victoria de Trump, el plebiscito sobre los acuerdos de paz en Colombia o el impredecible Procés Catalán, pero al menos no hubiéramos perdido amistades, tiempo, energía positiva ni empleos en la inútil pelea de gallitos. No se trata de ser comedidos para nuestro beneficio personal sino por respeto a los demás. Hasta que no seamos capaces de empatizar con el prójimo desde el respeto absoluto, habrá que empezar a comportarse más como Beyoncé.

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