Los recetarios de tiempos antiguos desvelan elaboraciones y sabores extraordinariamente similares a cocinas de países que actualmente consideramos exóticos. En este relato toman un protagonismo muy marcado las especias de países lejanos. Las causas de su incorporación o elisión en nuestra dieta iluminan aspectos de nuestra tradición que a simple vista no sospechamos. Muy a menudo estos cambios se deben a causas tan prosaicas como el estatus social y el poder. Bueno, esto tampoco difiere mucho de nuestro presente, ¿no?
Actualmente pocas personas son las que se sorprenden (dejando a parte a nuestras abuelas) al ver una laminita de jengibre en su plato; o el retorcido tubérculo del mismo o incluso de la cúrcuma en el súper. Hoy en día son muchos los que se han lanzado con el cilantro, atrevido con el cardamomo y quemado la boca con el chili.
No hará más allá de veinte años, en los premonitorios años ’80, cuando se nos hablaba de la globalización, nuestros condimentos apenas variaban de la pimienta, el pimentón, el perejil, el azafrán y poco más que, junto con la cebolla, el ajo y el tomate hacían las maravillas en las cocinas de nuestras abuelas y madres. Lentamente, quizás a causa del imperio de los restaurantes chinos y más tarde a la lenta conquista de la cocina fusión, empezamos a conocer aromas y gustos de otras culturas.
¿Tradición innovadora o falsa modernidad?
En el libro de Sent Soví (1324), primer recetario escrito en catalán, se aprecia una gran utilización de especias y hierbas aromáticas, entre ellas no sólo se encuentran las finas hierbas de origen Mediterráneo occidental, sino que aparecen como condimentos habituales el jengibre, el cilantro, la nuez moscada, el azafrán, la galanga, el cardamomo, clavo, macís (cáscara que cubre la semilla de la nuez moscada) y la canela, entre otros condimentos.
Resultado: ¿cocina oriental?
Era una cocina que fusionaba sabores dispares y que tenía como base la construcción de capas y capas de especias y condimentos, en la que destaca el sabor agridulce.
La llegada del azúcar y su reconocido prestigio entre las clases altas confirió a una cocina que ya era salada el gusto dulce. El azúcar, habitualmente, se añadía al final de la elaboración y contribuía a suavizar las elaboraciones especiadas, ácidas o amargas. Los sabores agrios y los ácidos eran comunes. El vinagre, el agraz (zumo de la uva sin madurar) y el jugo de cítricos fueron altamente utilizados para cocinar. De esta forma, encontramos dentro de nuestro corpus tradicional alimentario platos como els cigrons tendres (garbanzos tiernos) cocidos con leche de almendras y adobados con cilantro verde, pimienta, jengibre, canela y azafrán. O el Salviat, una especie de tortilla con salvia y acabada con una capa de azúcar. El celiandrat (algo así como el cilantrado), por su lado, era un guiso de pollo (o de ave) con almendras, canela, jengibre, cilantro, azúcar y vino de granadas agridulces.
Todo lo caro es bueno y mejor
En la Europa medieval las especias eran una de las mercaderías más caras y apreciadas, lo que significaba que solo las clases altas podían permitírselas. Éstas pagaban cantidades desmesuradas para poder contar en su despensa con azúcar, canela, nuez moscada, jengibre, entre otras. Nada que ver con el perfil sociológico que hoy en día, supuestamente, se obtiene usando las mismas. Actualmente correspondería a algo así como comer en un tres estrellas Michelín o tener un chef tres estrellas Michelín en casa y vestir con trajes de alta costura a diario.
El precio de las especias dejó de ser caro a medida que los europeos comenzaron a colonizar partes de la India y las Américas. Ya no tenían que comprar las especias, pues ya eran suyos los territorios donde se producían. Esto hizo que su valor cayera en picado, y lo que era caro y exclusivo se convirtió en común.
Servir guisos aderezados ya no era un símbolo de estatus para las familias más ricas de Europa, incluso la clase media podía permitirse el lujo de darle sabor a su comida. La élite retrocedió ante la creciente popularidad de las especias. Es así como a partir del 1600 no sólo dejaron de consumirse las especias sino que la forma de cocinar cambió.
Hipernormal y adiós a las salsas
Empezó a calar una moda francesa que venía a decir algo así como “las cosas deben saber a sí mismas”. ¿Os suena? Tendencia equiparable a la moda de lo supernormal y productos honestos que impera hoy en día.
En definitiva se cambió la teoría estética del gusto. En lugar de la infusión de alimentos con especias, dijeron las cosas deben saber a sí mismas. La carne debe saber como la carne, y cualquier cosa que se agregue debería servir para intensificar los sabores existentes. En resumen, se da la transición de un lenguaje sintético – en el que se mezclaban todos los sabores- , a un lenguaje analítico en el que se distinguen todos los sabores y se reserva a cada uno su espacio.
Y esto no solo es la causa de que nuestras abuela no sepan qué es y arruguen la nariz cuando se les enseña el tubérculo retorcido de jengibre y se les dice que lo pongan en sus lentejas; sino que además explica la miopía con la que se mira al pasado y la estrecha selección de los elementos con los que construimos la ‘tradición’.
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