El día que murió Bowie

By miércoles, enero 13, 2016 3 , , , , Permalink

 

No soy fan de David Bowie. Tampoco de los tsunamis de empatía que anegan las redes sociales cuando perece alguna celebridad. No obstante, sería ridículo aprovechar una fatalidad de tamaña magnitud para sacar a pasear el postureo irónico y la provocación fácil. La muerte de David Bowie no es la muerte de un producto perecedero, como ocurre en la mayoría de fallecimientos de famosos. La muerte de Bowie es la muerte de algo mucho más grande e intangible: de un pedazo del alma, de los sueños y de los últimos resquicios de inocencia de lo que podríamos denominar “mi generación”.

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No es mi intención lustrar la herencia del Duque Blanco, ya lo han hecho cientos de artículos. Nunca le he seguido con fervor, pero estoy lo suficientemente cuerdo para saber que hablamos del personaje más influyente de la historia del pop. He intentado mantenerme a una distancia prudencial de las muestras de dolor de las redes, he impermeabilizado mi pellejo para no empaparme de tanta pesadumbre, y a pesar de todo, la muerte de Bowie me ha dejado una punzada permanente en la boca del estómago, una extraña sensación de pérdida colectiva, generacional, que para los que tienen más o menos mi edad -40 recién cumplidos-, está convirtiéndose en un castigo demasiado habitual estos últimos años.

Creo que era David Trueba quien decía que nos hacemos viejos cuando nuestros futbolistas favoritos son más jóvenes que nosotros. Este ingenioso indicador balompédico de oxidación se queda corto si lo comparamos con la muerte de los músicos, escritores y directores de cine que han cambiado literalmente nuestra existencia y determinado, sin saberlo, el curso de nuestras acciones, nuestro pensamiento, nuestra forma de vivir. Estos son los compañeros de viaje que mi generación ya comienza a perder a en tromba desde hace un tiempo. Una cosa es sentir el peso de los años viendo adolescentes en calzoncillos en pos de un balón, y otra muy distinta es ver cómo el marcaje de la muerte se vuelve cada vez más implacable, se acerca cada vez más a tu pescuezo, va a por tus dioses y los mata en cadena.

Ver cómo el marcaje de la muerte se vuelve cada vez más implacable, se acerca cada vez más a tu pescuezo, va a por tus dioses y los mata en cadena

Quizás se trata de una impresión muy particular, pero desde hace un tiempo la frase “están muriendo los mejores” está convirtiéndose en un comentario habitual entre mis colegas. No hace falta echar la vista muy atrás para encajar más bofetadas de realidad: la muerte de Lou Reed, la muerte de Lemmy, el aviso de que esto va muy en serio. Al igual que los difuntos mencionados, Bowie trascendió el reino de lo material para convertirse en un estado de ánimo, una baliza generacional, quizás por eso, ingenuos de nosotros, dimos por hecho que el mito no podía sucumbir a un cáncer. Que eso era cosa de mortales.

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La muerte de nuestros dioses, no obstante, nos recuerda que, aunque en nuestra mente ocupen un plano fuera del espacio-tiempo, ni siquiera ellos pueden escapar de la prisión de la carne. Son fallecimientos que no solo destruyen a los fans, sino que ponen a prueba la vitalidad de toda una generación, acostumbrada a aferrarse a estas figuras angélicas, eternas, para esquivar una verdad insoportable: el tiempo no espera a nadie.

Y el tiempo seguirá aniquilando a nuestros ídolos sin compasión. Porque cuando se produce un fallecimiento de esta magnitud, resulta inevitable pensar en los que están por llegar, pues a medida que se incrementa la entropía también se aceleran los acontecimientos, y hay tipos como Keith Richards, Bruce Springsteen, Iggy Pop o Neil Young que, al igual que Bowie, tendrán que doblegarse a la guadaña dentro de poco. Es una línea de pensamiento asfixiante, lo sé, pero apostaría a que todos la hemos seguido estos días. Y acojona.

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El adiós de Bowie deja a mi generación con la impresión de que el castillo de naipes ha comenzado a desmoronarse. Se está terminando una época, la nuestra, y eso cuesta aceptarlo. Nuestro momento se acaba. Lemmy Kilmister, Lou Reed y David Bowie son ecos de una era en la que creíamos en dioses invulnerables; una era en la que el rock cambiaba vidas literalmente. Desconozco hasta qué punto se sienten apegados a sus ídolos los veinteañeros actuales. No sé cuán honda será la huella que Skrillex, Pusha T o Artic Monkeys dejarán en la existencia de nuestros hijos y sobrinos, pero algo me dice que estamos asistiendo a la extinción de la deidad musical tal y como la conocíamos, y a la insoportable constatación de que el pop ya no nos salvará, como mucho nos hará el viaje más corto.

Algo me dice que estamos asistiendo a la extinción de la deidad musical tal y como la conocíamos

Este texto es triste como una ranchera, pero todavía hoy, varios días después de la fatalidad, se pueden percibir los ecos de la pérdida, el peso del vacío que toda una generación se ha encontrado de golpe. Sin previo aviso. Dice el actor Simon Pegg que no estemos tristes, pues el mundo tiene más de 4 mil millones de años y hemos tenido la gran suerte de coincidir en la misma franja temporal que David Bowie. Es una buena frase, pero también encierra la verdad de la que tanto queremos huir cuando ponemos sus discos: que dentro de cien años la Tierra seguirá girando, el sol seguirá escupiendo fuego y nadie se acordará de nosotros. La vida es así de cabrona: solo sabe dar lecciones a hostias, y esta ha dolido.

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3 comentarios
  • Oriol
    enero 14, 2016

    Es absolutamente así. Dadas estas muertes, una noche oscura en mi sofa me atacó esta ola de panico asfixiante, cahí en lo mísmo que tu y un día empezará la guadaña a pasar lista a los de mi generación y caerá AC/DC , alguien de Metallica, Harrison Ford o Steven Spielberg. Caerá Gary Lineker y Rut Gullit. Se acerca la guadaña a nuestros Dioses sí, después van sus adoradores…

  • Isabelle S.
    enero 14, 2016

    Muy bien escrito !!! 🙂 Gracias !

  • Fede
    febrero 19, 2016

    Descanse en paz…

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