El día que quise ser swagger (o un tipo de 39 años dando la pena en Apple)

He visto la cara del profeta, es decir DJ Sweet Flow. Le he estrechado la mano al profeta, es decir DJ Sweet Flow, y he visto la luz. El profeta me quiere en su rebaño. El swag me convoca. Tengo 39 años, pero qué más da. Este es el relato de una epifanía, de un señor mayor que quiso ser adolescente otra vez, pero no pudo. ¿Sentís el poder del flow? Vamos a Apple a ver qué coño pasa.

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Mi encuentro con DJ Sweet Flow en un lavabo. El swag me invoca.

Principios de abril. Estoy meando copiosamente en los lavabos de un edificio que alberga platós de televisión en las afueras de Barcelona. Son las 5 de la tarde de un jueves. Termino. Me la sacudo. Me lavo las manos. Con las palmas todavía chorreantes, percibo una silueta familiar irrumpiendo en los servicios. Él no me conoce, pero yo a él sí.

Se trata de DJ Sweet Flow, una puta celebridad entre la horda de reggaetoneros metrosexuales y canis de nueva generación que se hacinan en la puerta del Apple Store de Plaza Catalunya

Intento entender el mensaje que me envía el universo: se trata de DJ Sweet Flow, una puta celebridad entre la horda de reggaetoneros metrosexuales y canis de nueva generación que se hacinan en la puerta del Apple Store de Plaza Catalunya, esos críos asesorados por el estilista de Brian Augustin Green y Vanilla Ice, y que un tipo al que admiro profundamente, el escritor-humorista-director Carlo Padial, descubrió a finales del 2014 para www.playground.com. ¡Swaggers!

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Total, que ahí nos tenéis, en un lavabo solitario en las profundidades del culo de Barcelona, solos, cara a cara. El rey del dembow y un imbécil con el pelo gris. Sweet Flow me ve y se dirige hacia mi posición. Mis manos no han pasado por el secador: todavía gotean y tiemblan ante una aproximación tan decidida, tan rebosante de energía. Pero no hay intimidación. Tan solo buenos modales por parte del ídolo adolescente. Al chaval le sale de dentro darme la mano. Solo eso. Quizás un “hola”, quizás un “hey”, no se produce un intercambio dialéctico más allá del monosílabo, pero esa mano que llega como un misil calorífico a 340 km/h me conmueve. Se acaba de encontrar a un desconocido que podría ser su padre en un lavabo de mierda y, sin mediar palabra, le dedica ese emocionante acto de acercamiento, algo fraternal, casi carnal: como Jesús lavando los pies a sus apóstoles.

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El momento es tan íntimo y telúrico que Sweet Flow no se inmuta al restregar su mano con la mía, que está desagradablemente mojada y resbaladiza, con restos viscosos de jabón industrial. No hay el menor atisbo de asco en su rictus. Solo comprensión, descargas tántricas, un estado de conciencia que me embriaga e incluso despierta una pulsión homosexual en mis adentros. Si el rey de los swaggers me ha elegido, el curso de acción está claro. Próxima parada Apple: este swagger de 39 años quiere conocer a su nueva familia.

Un cretino de 39 años en la puerta de Apple

Ha pasado ya un tiempo prudencial desde que Padial liberó el estallido del swag y todas, absolutamente todas las webs, revistas y libelos de tendencias decidieron alimentarse de sus vídeos para adoptar a los críos como el nuevo juguete a romper. Resulta que las modernas más veteranas han desarrollado un insospechado instinto paterno-filial hacia los mocosos y han optado no solo por reírles las gracias, sino por darles una relevancia y un escenario que hace dos años los púberes del wi-fi no habrían ni soñado. Quizás por eso, el fenómeno dejó de interesarme a las dos semanas, estaba claro que los swaggers existían, pero la pasión del sector cool por el fenómeno era una de esas gilipolleces cuya vigencia en el tiempo suele ser inversamente proporcional a la pasión con que los modernos la encumbran.

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Ah, amigos, pero la llamada de Sweet Flow es una epifanía, así que fuera prejuicios. Swaggerlandia me ha convocado. Así que intento vestirme con un gilipollas, sin que se note mi urgencia por ser un swagger. Rollito juvenil. Unos pitillos en modo pescador. Unas zapas de baloncesto más fosforescentes que el píloro de Hulk. Fantaseo con una cadena dorada del Bershka para la nuez, pero me tengo que conformar con el collar de mi perro Dylan. Me comentan que tendré que ponerme un tupé que se asemeje lo máximo posible a un Critter con sarna, pero no tengo fijador, de modo que me escupo en la frente y p’arriba.

Swaggerlandia me ha convocado. Así que intento vestirme con un gilipollas, sin que se note mi urgencia por ser un swagger. Rollito juvenil. Unos pitillos en modo pescador. Unas zapas de baloncesto más fosforescentes que el píloro de Hulk

Mi primer contacto con la fauna de Apple se produce un Jueves Santo, rebautizado para ocasión como Jueves Swagger. Algo muy loco. Hay docenas de críos fumados haciendo chocar sus crepados capilares como carneros cruzando cornamentas. Se agolpan en corros y saltan todos a la vez. Aúllan. La lían. Quiero unirme al ritual iniciático, imeter la cabeza en uno de los corros y berrear con ellos, pero soy invisible. Ni me miran. Cualquier humano que supere los 25 y no parezca vivir en un capítulo de “Gandía Shore” es obviado por la retina del swagger.

Es un postureo crónico que se complementa con un regalo que la naturaleza le ha hecho a estos cachorros: tendones extra en los dedos que les permiten hacer extraños gestos dactilares

Lástima. Me gustaría vivir en su mundo y saludar a mis colegas con abrazos de negrata y movimientos espasmódicos. Pero soy una reliquia. No estoy hecho para esto. Necesitaría horas de clase para estar a la altura de su frondosa expresividad corporal. Si quieres ser swagger tienes que posar para una foto imaginaria todas las horas de vigila. Aunque no haya cámara delante. Es un postureo crónico que se complementa con un regalo que la naturaleza le ha hecho a estos cachorros: tendones extra en los dedos que les permiten hacer extraños gestos dactilares cada vez que se acerca una lente para inmortalizarlos. Tendones cedidos por la evolución que, además, les permiten sacarse selfies a un ritmo y un nivel de productividad inalcanzable para un brazo humano.

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Un cretino de 39 años en la puerta de Apple Parte II

Huyo sobrepasado por tanto exotismo y pubertad rapera. Me lamo las heridas en casa. Practico. Estudio. Vuelvo a Apple un día laboral. Ahí están de nuevo. Los gremlins. La puerta de la tienda está más despejada de lo que cabría esperar: pensaba que había montañas de criajos y tampoco es para tanto. De hecho, ocupan más espacio los tupés de los swaggers que sus cuerpos desnutridos. Cualquiera diría que se los acartonan con esperma de canguro. Los chicos llevan yunques de pelambrera rala en el hueso frontal del cráneo, y ellas unas melenas congeladas al nitrógeno de laca que podrían cortarle la cabeza a una paloma con un simple espasmo cervical. Intento acercarme a algunos grupúsculos, escuchar esas apasionantes conversaciones, pero entre que unos hablan una lengua hiperbórea extinguida hace eones y otros tienen la nariz pegada al smartphone, no llego a entender de qué demonios va todo eso.

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Tampoco es que importe mucho, porque me invade otra sensación de derrota mucho más humillante. Mi complejo de swagger se desvanece por completo ante la mirada lobuna de mi subespecie de swaggers favorita: los niños de 12 años que fuman tabaco como señores de 50. Chavalines a quienes todavía no les ha bajado el testículo derecho, pero ahí están, destilando más actitud que Eazy-E. Son los gangsta children que vigilan el fuerte. En otras circunstancias les levantarías la piñata de una buena hostia, pero al amparo del útero swagger de Apple se crecen tanto que acojonan. Sí, los gangsta children de 12 años que fuman Winston me dan miedo. Me encojo. Inhalan el humo con la contundencia de Humphrey Bogart. Me lo echan en la cara aunque esté a 20 metros de ellos. Son los Benjamin Button de este rollo: jóvenes por fuera, pero carreteros por dentro. Me mantengo alejado, claro, prefiero no dilapidar la poca dignidad que me queda, ganándome una hostia de un niño-viejo con problemas de tabaquismo y complejo de Ice Cube.

Chavalines a quienes todavía no les ha bajado el testículo derecho, pero ahí están, destilando más actitud que Eazy-E. Son los gangsta children que vigilan el fuerte

Los mayores, a su rollo. Van saltando de grupo en grupo, como macacos con TDAH, e intentan destacar a base de gesticulaciones raperas, berridos ignotos –¡klika, popu, famee, dembow, flow!-, sobreactuaciones urban y un estilo que pone al día lo que en mis años mozos se conocía como rapper killo, a mucho estirar el cani de toda la vida. Alucino con la cantidad de tejanos superpitillo para juventudes desnutridas que llevan con dobladillo hasta la espinilla, como si fueran percebeiros. Se me antoja que los swaggers no son más que la evolución de la caspa juvenil a la que nosotros también estuvimos abonados cuando nos metíamos de todo y bailábamos trance. Estos concretamente son los hijos del hip-hop de nueva generación, es decir de la basura estética y musical más grande que ha parido la cultura negra en los últimos años. Con referentes como Asap Rocky, Whiz Khalifa, Pichurri Pow Pow Chang XXX Pawng Gang y pintamonas afines, los cromos que se ven en la puerta de Apple son para sacar la maguera antidisturbios, llenar el depósito con sangre de Alien y comenzar la purga.

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Y las chicas (o las niñas, uno ya no sabe que edades se barajan en este zoco) aparecen con cuadros impresionistas de Margaret Astor en la cara. Ponen al día el look choni de siempre, aunque aplicando brochazos de hip-hop a su estilo y haciendo uso de otra mejora que la genética les ha proporcionado: un arco inguinal desproporcionado que les permite hincarse los leggins tejanos hasta la barbilla. Me observan como lo que parezco: un puto depravado en busca de carne adolescente fácil. No les aguanto la mirada más de 3 segundos. No enrra en mis planes que me crucen la cara con esas uñacas de nácar vulcaniano que horadan cuencas oculares como si estuvieran rellenas de mantequilla.

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Y esto es lo que hay, gente. Esto es la swaggermanía. Veinte canis de nueva generación que todavía no han superado la pubertad, fuman algún que otro petardo, absorben el wi-fi gratis de Apple e idolatran a un tipo que una vez me estrechó una mano llena de agua y jabón en un remoto lavabo de Esplugues. Me voy triste. La llamada del swag no ha prosperado, sigo siendo un cretino de 39 años. Antes de poner pies en polvorosa, un swagger aparece con un manojo de globos. Al cabo de tres segundos, una jauría organizada de swaggers se abalanza sobre los globos. Se dedican a reventarlos como niños en una fiesta de cumpleaños. Risas. Carcajadas. Choca esos cinco. Vuela una gorra. La revolución, tú.

 

1 comentario
  • Roque
    mayo 8, 2015

    Muy bueno el relato y la forma de contarlo.

    Lo vi un día en la tele en un reportaje y me parecía más un documental…..las poses del figura ídolo en su cabina y despacho, lo del dembow o como se llame (zorreo disfrazado) y una tontería que invita al collejeo…

    El post tiene mucho suaaaaj eh!!

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